Son treinta, tienen entre cinco y trece años, seguidos y guiados por dos más de dieciséis y vente y dos educadoras. Esta «mini sociedad» nos deja mudos. Directamente llegados de Europa estamos estupefactos y profundamente conmovidos por el sentido de responsabilidad y la educación que tienen. Tan pequeños, de vivencias tan trágicas y esa nobleza, esa cortesía que les envuelve. No tienen casi nada, no hacen cada comida pero nunca se quejan, y la menor ocasión les conduce a bailar, cantar y reír. Nuestros pequeños europeos tendrían tanto que aprender de ellos, de su humildad, su gratitud, de su conciencia y respeto hacia el otro. Del pequeño al mayor se activan y colaboran al buen desarrollo de cada jornada, las tareas y el aprendizaje se transmite de los grandes a los pequeños.
En el colegio son cincuenta por clase, no tienen más que un lápiz y una libreta pero una sed de aprender deslumbrante. Que rabia al pensar en los que lo tienen todo y que siempre se quejan de todo, nosotros los primeros. Parece que la abundancia, esta sobre-abundancia, nos desposee de lo esencial: del amor, la generosidad, resumiendo, el espíritu de vida.
Estos niños que cantan y bailan para darnos las gracias por unos sacos de comida nos arrancan el corazón, nos obligan a calientes lagrimas y nos sumergen en una atmósfera surrealista, una mezcla de tristeza y de gran felicidad..
Estos hombrecitos y mujercitas nos van a enseñar tanto. Llegar a África con el sentimiento de enseñar a los otros es un error. Son ellos quienes nos pondrán al tanto en cuanto al real valor de las cosas, a la esencial simplicidad.
DE VUELTA A EUROPA
¡Que sensación mas extraña! La impresión de que ha sido un sueño, todo es tan distinto. Ese olor, ese calor que nos apega, esa manera de hablar que nos ha robado miles de sonrisas, esos apretones de manos y abrazadas, ese pimiento devastador…. Todo se quedó allá. Y aunque llenos de sensaciones, de emociones y de recuerdos para siempre, una extraña soledad nos acapara. Y el miedo, el miedo de recaer en nuestras costumbres y nuestra insaciable necesidad de todo. El miedo de olvidar lo esencial. El miedo de no volver a ver a los que nos acompañaron y el de saber lo que será de todos estos niños. Todos esos que quieren ser jugadores de fútbol, cantantes, costureros, militares o presidente. ¿Que será de ellos al hacerse grandes esos pequeños que me robaron el corazón? ¿Que recuerdo tendrán de nosotros? ¿Que piensan de nosotros? Y yo, que es lo que pienso de mi? Aunque los momentos de risas y de alegría hayan sido del viaje, la sensación de haber venido con un regalo de llevármelo al irme no deja de atormentarme. ¿Hemos hecho bien? Pintura, teatro, juegos, mimos y adiós hasta nunca? Nuestro enfoque hacia los centros ha sido lúdico, ese era nuestro propósito pero me siento culpable de tan poco, de darles algo que no perdurará una vez nos hayamos ido.
La vida en África es una verdadera lucha para sobrevivir, hay que comer para vivir y trabajar, encima las condiciones son muy difíciles y precarias para lograrlo. No hay tiempo ni medios para darles a los niños una parte de juego, una parte de infancia. Sin embargo vi brillar sus ojos, les vi expresar emociones escondidas por dentro mientras hacían juegos de teatro o de otro tipo. El arte ayuda a vivir mejor. Estoy segura. Ayuda a liberarse de numerosos pesos y estos niños y sus educadores lo necesitan grandemente. Pero este discurso europeizado de alguien que come según su hambre tiene sonoridades de las más estúpidas, transpuesto en ese mundo al estado bruto dónde los pies están usados y los vientres vacíos.
Estoy convencida de que un voluntariado lúdico asiduo les sería capital por eso me dirijo a todos los que quieran aprender sobre ellos, sobre los demás y quienes quisieran ofrecer momentos lúdicos y artísticos a pequeños y mayores, que se vayan a la aventura y puedan dar un poco de ellos. Estos niños tienen derecho a una parte de infancia, una parte de locura y de despreocupación. Y sería del interés de nuestros propios hijos de aprender de estos niños de ébano.
Por Caroline Lemaire